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Una novela por entrega.

 

TITULO: “UNA NOVELA POR ENTREGA”.

AUTOR: JOSÉ DIONICIO BENAVENTA MIRABAL.

GENERO LITERARIO: NOVELA CORTA.

 

I

Estaba allí sentada, inerte, en la banca solitaria como esperando la vida que se le había escapado sin su consentimiento. Un breve suspiro mueve su cuerpo, debilitado por la sombra del recuerdo que aún sin querer, retrotrae la somnolienta noche que aturde con desden sus sentidos, gritos desgarrantes de la memoria, intranquilidad involuntaria que no logra derrotar a pesar que han sido quince años de duros momentos, convertidos en  coraza perneada a pulso para no terminar en un manicomio o en el cementerio.

II

La brisa fresca del otoño, arrastraba la hojarasca que se convertían en sombras bailarinas de danza armoniosas, correteando pasa un niño de muy baja estatura que aparentaba más edad de la que realmente tenía, vestido de jeans blanquecino, producto de la múltiples cajas de detergente usadas para tenderlo al sol, luego de dar no se cuantas vueltas en la tina de la lavadora, casi derruido, transparente casi, que no hacia juego con el suéter blanco, con manchas amarillentas y ocre que semejaban estampadas de una fruta tropical  - mango hilacha, le dicen por estos lados- que sus manitas marcadas inducen a pensar que utilizaba como paño o servilleta luego de saborear y degustar sin contemplaciones, el apetecible manjar que ofrecía aquel viejo árbol sembrado por varias generaciones y que a punta de pedradas y palos lanzados a sus alturas, constituyen el premio de haber atinado certeramente al blanco del fruto codiciado.

III

Si mal no recuerdo serían cerca de las 9:00 de la mañana que Roraima Sepúlveda, religiosamente y como una especie de promesa, llegaba todos los días a sentarse en aquel banco de concreto y metal aferrado firmemente al piso con tornillos acerados de ocho pulgadas de longitud, el respaldo ligeramente reclinado, adornado con rosetas clásicas que recuerdan la época colonial, cuando a fuerza de martillo y fuego se moldeaba el hierro para convertirlo en verdaderas obras de arte, pero que no contrastaban con el sentadero vaciado de concreto armado, ni con el pasamanos de madera consumido ya por el tiempo y rayado con distintos símbolos, nombres y palabras escritas unas sobre otras, que constituyen prueba fehaciente de la cantidad de personas que se habían posado sobre él.

 

IV

Una voz femenina estruendosa con un alto nivel de decibeles, desde un lugar lejano, llamó la atención de Miguelito, que una vez limpias sus manitas, notó que el trenzado de sus zapatos rojizos, de gomas gastadas por el trajinar diario y de uso compulsivo por ser sus favoritos, volteó su carita aún sosteniendo los cordeles del calzado, para localizar de donde provenía el grito que afanosamente pronunciaba su nombre. Detuvo su mirada fijamente sin prestar atención a quien le llamaba, en la humanidad de Roraima que lela permanecía sentada, con sus manos acurrucadas en su regazo, sostenía un pañuelo de algodón amarillo, que apretaba con fuerza, no se si para contener alguna emoción que reprimía profundamente su alma, o tal vez sería para secar la humedad de sus ojos producida por las lágrimas que aún rodaban lentamente por las mejillas de aquella mujer de rostro pálido, sin maquillaje, de tez sin brillo, que la otredad implacable, la hacen parecer  una mujer de avanzada edad, pero que en realidad sólo ronda los veinticinco años.

V

Aquella trágica noche del 25 de octubre de 1992, Roraima Sepúlveda de tan sólo diez añitos de edad, jamás imaginó que sería testigo presencial de un hecho doloroso que marcaría para siempre su existencia. En aquella casa donde su infancia se desarrolla, cerca de la ciudad de Campanita, creo que a escasos tres kilómetros de los suburbios urbanos, quizás menos, donde lo urbanizado se confunde con la naturaleza, más bien donde la naturaleza se confunde con lo urbano, por lo menos así fue en un tiempo, ahora Campanita se ha convertido en una metrópoli con gran movimiento, ya no es aquel pequeño condado donde toda la gente se conoce y se saludaban amablemente y se preguntaba por la salud de los familiares. Ahora, amplísimas avenidas cruzan de norte a sur y de este a oeste, la ciudad bucólica, de sueños de pintores y poetas, de clima templado y agradable, aquella de los cantos armónicas de las aves que se posaban en los copas de la arboleda a deleitar con sus canturreares los oídos del humano, eso ya no es así, las angostas y serpenteantes carreteras de antaño, fueron convertidas en avenidas de cuatro canales en ambos sentidos, con paradas ubicadas en la calzada destinadas para  que el público, que aún no tiene vehículo propio, pueda trasladarse de un lugar a otro, una locura en las horas picos, en las primeras horas de la mañana, al mediodía y al final de la tarde, el claxon de los vehículos a toda hora, demuestra con diáfana claridad la molestia de los conductores, antes peatones pero ahora se olvidaron que primero lo fueron, y arrancan sin medir consecuencias las maquinas de altos cilindrajes, mientras se deja oír de forma clara e inteligible voz, el insulto propinado con verdadera vehemencia al transeúnte que distraído atraviesa la larga calle de un lado hacia el otro – apúrate desgraciado, es que estás asegurado, no jo… -, ¡verdaderamente fin de mundo!. Las hermosas praderas y montañas convertidas en auténticas selvas de concreto, los ríos cristalinos convertidos en receptores de excretas y pestilentes desperdicios provenientes de las fábricas, grandes rascacielos, hermosas viviendas, megamercados y centros comerciales que parecen una ciudad dentro de otra ciudad. Así esta actualmente la polis de Campanita, no se si es mejor así, pero siendo sincero la prefiero como antes.

VI

¡Miguelito!,  nuevamente el grito de aquella mujer semi-enfadada, por no recibir respuesta alguna. - ¡Ya voy mamá! -,  riposta Miguel Centeno, sin quitar la vista a aquella mujer sentada en la banca de la plaza y que llamó poderosamente su atención.

- ¡Miguel Centeno!, ¿acaso no me oyes muchacho? - Si mamá, ya voy -. Miguelito apellidado Centeno por su padre: Julio Centeno, un personaje citadino, convertido en bohemio, como suelen llamar a los poetas, - creo más bien que se es un borracho empedernido –, quien desde su adolescencia se entregó por entero a frecuentar lugares de reunión, donde las tertulias  literarias constituían el pan nuestro de cada día, sus amigos le llamaban cariñosamente por su apellido: Centeno, y  muchas veces con el diminutivo: ¡Centenito!, apelativo con el cual se sentía verdaderamente alagado, y se acercaba hasta donde lo saludaban y solicitaba con gran prestancia: - ¡Mesero, por piedad otra ronda para esta mesa!, ¡por favor!-. Tanda cervecera que pagaba de forma inmediata, con el poco dinero que se ganaba, producto de la venta de los cuadros pintorreteados sobre lienzos de segunda en el Boulevard Marchena, lugar donde ejercía la profesión de pintor.

VII

- ¿Está llorando señora? La compasiva voz de aquel infante, atrae la atención de Roraima, que sólo se limita a mirarlo impresionada. - ¿Por qué está llorando? - No estoy llorando – le contesta Roraima, Trata de disimular su angustiosa pena. - Sí que lo está, cuando estoy triste o me golpeo con algo, también me salen lágrimas como a usted. ¿Le pasa algo? - No…nada, dime, y tú  ¿cómo te llamas? - Miguel… ya tengo  que irme mi mamá me llama – Se levanta y sale al encuentro de su madre. - ¡Oye!…oye…Mi…  Sobrepuesta aquella mujer de duros sentimientos, levantando la mano, pero Miguelito hace caso omiso a su llamado. Sólo observa  como se aleja aquel niño de  abierta ternura y que acaso no volvería a verlo nuevamente para platicar con alguien, ejercicio que desde bastante tiempo no práctica.

                                                                        VIII

- Una pertinaz llovizna cae sobre Campanita, se desprenden pesadas gotas de aquellas nubes barcinas de figuras imaginativas que al ritmo del viento, se transforman una y otra vez. Por cierto, hacía bastante tiempo que las moléculas de hidrogeno y oxígeno entrelazadas química y físicamente con el número arábico 2, (H2O), no hacía su aparición sobre aquel pueblo, a pesar de ser época de invierno. ¿Testigo de ello?; pocos lugares destinados a áreas verdes y la mínima vegetación que dentro de Campanita, simulan una población de poca o nada cultura ecológica, totalmente secas y marchitas. En el parque, único lugar dentro de la ciudad donde aún se conserva la verdusca arboleda, Roraima Sepúlveda, comienza desde su letargo, a sentir la chubasca  que se desliza a través de las hojas de un joven apamate que sirve de guardián al banco de la plazoleta.  No se ha dado cuenta o quizás sí  - total que le importa -, que su cabellera azabache recogida por una peineta color gris, comience a rodar por su pequeña frente mojando sus mejillas, por donde a chorros se desliza el agua caída de la lluvia, ya que sus  pobladas cejas, impiden que lleguen a sus pestañas que aún están mojadas por las lágrimas vertidas de varios amaneceres. Pasa su pañuelo para secar su cara, una y otra vez, gimotea, limpia su nariz, se levanta y a paso forzado para no empaparse toda, camina empinada sobre sus pies por la vereda, sacudiéndose el vestido y refunfuñando: - ¡Esto me pasa por no traer conmigo un maldito paraguas!

IX

Cerca de las 7:00 de la noche, la pequeña Roraima, entraba en tropelía por los amplios pasillos de aquella casona construida en medio del patio, rodeada de follajes y árboles frutales, señuelos perfectos para los pajarillos que picotean mientras se dejan escuchar cantarines silbidos, transfigurando el lugar abierto en  acústico concierto que el rumbo del viento esparce a toda la comarca, convirtiéndose de ese modo en el lugar predilecto de Roraima, quién a media tarde y ya para el anochecer, se mecía a sus anchas, en el columpio de madera y mecatillo, que su padre Cruz Emilio Sepúlveda Bravo, con ayuda de su mujer Evelyn Agüero fabricó, para guindarlo en las ramas de un cotoperí. Allí se columpiaba hasta cuando sus padres, le llamaban para que entrase a la casa a bañarse, cenar y luego meterse a la cama.

 

X

Aquel día 25 de octubre, la misma rutina de siempre - ¡Rory ven! – gritaba Evelyn. - Sí mamá ya escuché, una mecida más y luego voy - . – Tú padre está esperando en la mesa para cenar, ¡date prisa! - . – Voy papá espera un momento, ten un poco de paciencia, ¡vérsale vale! –. - Esta bien hija una más y te vienes, ok – desde la poltrona sentado Cruz Emilio, sonreía por las ocurrencias de aquella consentida niña de alegre sentido del humor,  templándose con la mano izquierda el penacho del bigote que sobresalían las líneas de los labios y caían verticalmente hacia el mentón, mientras continuaba la lectura concentrado en “El Periódico”, vespertino de circulación diaria en la ciudad de Campanita, cuyo slogan  El Acento en la verdad, desde lejos cualquier parroquiano lo identifica.

XI

¡Tengo una muñeca vestida de azul, con su camisita y su canesú…! cantaba Rory, apócope de su nombre  como solían afectuosamente llamarla sus padres, mientras se empujaba desde el suelo y obtenía mas elevación en el columpio que casi con sus manitas alcanzaba las hojas de aquel frondoso árbol, con el impulso que imprimía uno de sus piecito  cubierto por sus zapatos color rosa, talla 34, que había adquirido como obsequio de cumpleaños, por su vecina y madrina de bautizo Mónica Carrión. Mientras los minutos  pasan, se confunden las llamadas insistentes de la madre, con el canto infantil de aquella niña. – ¡Tengo una muñeca vestida de azul…! 

XII

Un sórdido ladrido retumba dentro de la casa de un perro llamado lícor, nombre derivado de las entretenidas tertulias sostenidas entre Cruz Emilio Sepúlveda Bravo y sus amigos Julio Centeno y José Tapizkent, en un lugar llamado “La Guairita” cercano a Pimpirete, pueblecillo donde habita el último de los nombrados. El seudónimo del can, prorrumpe de la chanza de Tapizkent  hacía Cruz Emilio, quien inocentemente pregunta a sus homólogos del arte etílico, - ¿cómo lo llamaremos?, respondiendo Tapizkent, pues, ¿cómo va a ser?, llámese en honor al Dios Baco,  ¡aguardiente!, porque lo hemos encontrado justamente en nuestro quehacer.  – ja,ja,ja,ja… a toda carcajada Centenito, rispota - ¡que buena broma caray le han echado a ese pobre perro!.  - No señor, no lo llamaremos aguardiente, acaso no debemos  continuar con nuestra condición de bohemio, yo no soy ningún borracho, entiéndase, primero beodo que vikingo, por eso le pondremos Lícor, asimismo, si señor, con acento en la i, - contesta Cruz Emilio. Transcurrían las horas de la noche mientras las botellas vacías depositadas en el cesto de la basura, como testigo de las risotadas y candongas derivadas por aquel pequeño animal que en buena o mala hora  hizo acto de presencia, donde departían gustosamente aquellos amigos. Mientras lícor agazapado en el asiento delantero del wolkswagen escarabajo grisáceo del año 77, esperaba tranquilo la mudanza a otro lugar de su nacimiento, cuando de pronto, levanta la oreja y apunta su hocico hacia el corneteo de otro vehículo que hacia aparición en  la tranquilidad nocturna de aquel lugar en ese instante, pegando gritos desde la ventanilla, mostrando una botella de ron como de costumbre,  despertando al vecindario, cosa que ya tenía molesta a la comunidad porque era casi a diario la actitud del amigo Nico, para ser más concreto, su nombre es Nicomedes Franklin Izquierdo, quien conducía en extrema embriaguez  un vehículo último modelo de marca reconocida. Todos al mismo tiempo exclaman: ¡vámonos ya llegó el borracho!, gruñendo se marcha el trío noctámbulo trastabillando rumbo a sus respectivas moradas. - ¡hasta mañana! – se despiden.

XIII

Entre los ladridos de lícor, las llamatas de Evelyn y el canto de Roraima, se deja oír por entre las rendijas del viento, viajando con gran trepides sobre las ondas hertzianas, cubriendo el cielo lebruno de Campanita, el redoblar sin descanso de las vetustas campanas guindadas de unos maderos de roble blanco, labrados con gran pericia y fuertemente atados a las bases del campanario desde hace más de una centuria. Tilín, tilán, tilín, tilán…, anunciando el inicio de las liturgias, sincretismo mágico-religioso donde se conjuga lo divino y lo pagano, referidas a las fiestas dedicadas durante quince días continuos a San Cocho, santo patrón a quien  la historia local,  atribuye la creación  omnipotente de aquel pequeño pueblo que con el transcurrir del tiempo, su crecimiento compulsivo y desorganizado, es la urbe que hoy se conoce. A pesar de todo, aún conserva algunas de sus tradiciones, entre ellas su nombre: Campanita, calificativo devenido por estar adherida a las sonoras campanas de la iglesia, una de ellas, la más pequeñita, como cosa rara no se mueve ni suena, pero llama la atención del público por su originalidad. Total, creo que una campana no necesariamente debe sonar para llamarse campana, ¿ó sí?, por lo menos, eso es  lo que piensan los lugareños, al tenerlo como homónimo de su tierra.

XIV

Frente a la iglesia, casi adentro, casi afuera, con su angelical postura,  ataviado con su sotana marrón con el ruedo gastado de tanto trajín,  ajustándose el alzacuellos, lentes al aire y mirada sagaz, con su suave voz pero convincente, el párroco del pueblo con ya varias décadas como ductor de juventudes y pastor de ovejas descarriadas, invita amablemente  a pasar al  pequeño pero cómodo  salón de la iglesia, a toda su feligresía para que le escuchen el sermón que con gran destreza y sencillez, transmite día tras día y a la misma hora a  quienes hacen acto de presencia, habilidad derivada de tantos años de experiencia. Domenico Santos, nombre del cura parroquiano, seudónimo que perfectamente se amolda a la personalidad de aquel humilde ministro de Dios, que hasta el mismo apellido hace gala inexpugnable de su intachable conducta civil y moral, es como si la providencia misma, como una  revelación divina, encantara su llegada al pueblo de Campanita. - ¿Buenas tardes, Santito! - Con sonrisa pícara y sonora, saluda Adriana Gil, quien hace acto de presencia luego de detener su aligerado paso al caminar, derrochando tanto secsapil que todos los muchachos  como torero en faena, voltean  para deleitar sus miradas a tan escultural ejemplar femenino.

XV

En el diario el Periódico del día domingo veinticinco de octubre de 1992, en su primera página, con grandes titulares anuncia: -“fiestas patronales en campanita en honor a su patrón San Cocho” - , pero en el cintillo posterior del periódico conjuga sinérgicamente una noticia que reprime la emoción de la invitación al programa festivo del pueblo, titulando en letras de color rojo: “Cuatro peligrosos delincuentes escapan de la cárcel”.

XVI

En el edificio sede del Diario el Periódico, las noticias llegan y salen, salen y llegan, causando el impacto noticioso del día, la fuga de los cuatro reos catalogados de alta peligrosidad. El Director y dueño del vespertino, recatado ciudadano de rancia estirpe, descendiente de la realeza española, quien se jacta de portar un escudo de armas familiar,  José Dionicio Benaventa Mirabal, con el ceño fruncido y cara de pocos amigos, reclinado en la silla presidencial detrás de un lujoso escritorio esculpido en  ébano, importado especialmente desde la India de donde es originario, su color marrón veteado con negro impresionan al visitante. Tallado artísticamente con detalles personales de su propietario, para su confección se contrataron los mejores carpinteros y ebanistas, ¡una belleza!, yo diría extravagante…

XVI

 …Con su estilo socarrón, gritaba furiosos a su secretaria, solicitando con urgencia su presencia, quien por casualidad había salido en ese justo momento del recinto, adhiriendo a su oreja izquierda un teléfono celular marca motorolla. - ¡Rosangel! - ¡Rosangel…!, ¡seguro que está hablando por teléfono, que gran problema vale! -, gruñía chasqueando el severo jefe, mientras revisaba meticulosamente el reporte de entrada de todo el personal que allí laboraba: Directores, Redactores, Periodistas, Fotógrafos, Secretarias, personal de limpieza, a todos sin preferencia alguna y hasta el ingreso estricta del señor Pedro Guerrero, quién no forma parte de la nómina de la empresa, sino que tiene un localcito alquilado dentro de la edificación, donde funciona una fotocopiadora de su propiedad y la que le provee el sustento diario de su numerosa familia, debe cumplir su estricto horario, así sea un microempresario independiente. El jefe Benaventa, - así lo llaman sus subordinados -,  con un resaltador amarillo en mano y  su tapa en la boca, remarca los nombres de los empleados,  así como también la hora, los minutos y sobretodo los segundos que han llegado tarde, para ipso facto, pasar con gran rapidez la amonestación respectiva. ¡Si…!, parece que es su tarea predilecta, diría más bien, que es un acto gozoso para aquel director de mano de dura, me parece verdaderamente un acto de sadismo. ¡Que barbaridad!, ¿Qué debe evaluarse en un trabajador, la asistencia o la eficiencia?. - ¡A este me lo raspo hoy mismo! – ¡Rosangeeeeel…!,  se oye en todas las oficinas el grito de guerra, que todos están acostumbrados a escuchar durante todo el día, y para colmo no sale de la oficina, ¡como que ni se enferma!, comentan entre risas los empleados del diario. Mientras la secretaria con apresurado paso, taconeando las baldosa brillantes del piso de la gran estructura,  se dirige y  entra a la oficina, mientras se escucha…!ahhh al fin llegaste…! ¡Dígame jefe…, lo que pasa es que estaba en el ba…¡No aclares que oscurece, siéntate…

XVII

Desde el parque y hasta el apartamento donde actualmente reside Roraima, son escasamente cinco cuadras, pero con la lluvia y el correteo para no empaparse, tardó menos tiempo en llegar que el normalmente empleado cuando no llueve, cerca de diez minutos  aproximadamente. Sin embargo, a pesar de su paso urgido, el torrencial aguacero como a propósito, la duchó de tal manera, desde la cabeza hasta la punta de los pies, que parecía un ratón jugado de gato previo a degustarlo.

XVIII

   …Sí, debo admitirlo, a mi también me sorprendió la noticia: “Roraima Sepúlveda ha muerto”. FIN.

 

 

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